Trecho do livro, no capítulo sobre Santos (página 75)
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Santos
La ruta de San Paulo a Santos es el milagro tantas veces
repetido en nuestro continente de um camino que se abre paso entre abismos, por montañas, selvas y valles, para bajar desde el altiplano hasta el
mar: Veracruz, Tampico, Tezuitlán a Nautla; Colima, La Oroya del Perú; todas las visiones, todos los climas, todas las plantas, todas las sorpresas.
Caminábamos, esta vez, en uno de los magnificos expresos que corren, cada dos horas,
de San Paulo a Santos. Por una galantería de la Empresa pudimos ocupar el balcón de la locomotora, un cómodo asiento avanzado que los ingleses han
ideado para gozar del paisaje. La via se prolonga en descenso, faldeando montañas no muy altas, y de faldas muy verdes; se ve tan bien construída
que no parece posible un percance. A lo largo del terraplén corren desagües de cemento; de las mismas arrugas de los cerros bajan cauces
artificiales que facilitan y encauzan el rápido desagüe de la época de las lluvias. Poco a poco van apareciendo los valles, plácidamente asentados
al abrigo de los montes y listados con la cinta de plata movible de algún rio.
El trayecto dura sólo unas horas, la altura no es mas que de novecientos metros, menos
de la mitad de la planicie mexicana. La selva, exuberante como de trópico, huele a flores de intenso perfume. El aire se va haciendo denso a medida
que se desciende. El mar aparece de pronto muy distante, en un azul, que se vuelve a perder. Tenemos que rodear una especie de cadena de montañas
para llegar, mediante un brusco descenso, a los niveles bajos; pero por otros sitios las colinas más altas llegan casi al mar. El descenso ofrece
una serie de vistas estupendas que a ratos nos oculta un bosque, nos interrupe un tajo; pero en seguida el prodigio reaparece.
Cuando el tren está todavia a la altura de los
montes se descubren, como ocultos por un velo, risueños valles, y finalmente se dibuja la faja irregular blanca y verde, la costa que se hunde en
los senos de las bahias y se alarga en las puntas que se meten al agua. Los islotes elevan también sus conos. Por cierto sitio se mira una especie
de lago rodeado de montes y selvas, un espejo azuloso entre el verde esmeralda de suaves colinas; es la bahía, tan bien protegida, que parece
separada totalmente del mar. En sus costados se asienta el extenso caserio de la ciudad, chimeneas y torres. En el puerto hay una profusión de
mástiles. Por el lado opuesto se prolonga una playa deslumbrante; se ven las rompientes, la arena blanca, las largas filas de tejados rojos; las
palmeras que sobresalen de los follajes. Las colinas brincan en algunos sitios, hasta dentro del mar, para formar islotes. El sol resplandece en
toda su fuerza y la luz vibra en el aire.
***
En el andén una comisión numerosa; nos trasladan, en
seguida, a la "Bolsa del café". Alli se me hace el honor de que presida el final de la sesión. En la amplia sala llena de gente se gritan las
cotizaciones del dia; terminado el remate se me dirige un saludo; lo contesto enlazando dificilmente mis pensamientos, para que vengan a parar al
alza y baja del producto, que es termómetro de la prosperidad de la región. En seguida visitamos el nuevo edificio de la Bolsa, próximo a concluirse,
obra de um arquitecto italiano, siete u ocho pisos estrechos y en la planta baja un hermoso salón decorado con mármoles nativos y maderas preciosas.
Recorremos algunas calles a pie. Logramos escaparnos de las comitivas y en un automóvil vamos y venimos por la playa.
La anchísima faja de arenas blancas y firmes sirve de pavimento a los autos; las grandes
olas rizadas bullen, se azotan y se extinguen. El viento crece con nuestra carrera loca. Aspiramos el hálito del mar risueño. Por el lado de tierra
los palacios, las casas, parecen huir; hay también otros autos y tranvias que corren como nosotros, vuelan con júbilo irrefrenado, a la orilla del
mar.
Se caminan casi dos leguas antes de mirar el campo sin construcciones, y todavia la
playa sigue igual. En el mar hay un promontorio, un islote alto con árboles, a tan corta distancia, que a nado podría cruzarlo un mediano nadador.
Uno que otro bañista desafia el sol. Por la tarde es común contemplar caravanas de excursionistas que vienen desde San Paulo para impregnarse del
yodo y la sal, de la fuerza misteriosa del mar, que adormece y reconforta.
En extremo distante de la ruta hay un monumento patriótico, una especie de obelisco
negro y pequeño; cerca de alli brota una fuente de agua dulce, fresca y sabrosa. En algunos puntos la tierra se prolonga, se mete en el mar, forma
um pequeño istmo y promontorios. Uno de estos salientes ofrece comunicación natural con otra playa curvada y distante; más lejos está un puente,
después siguen esteros y un camino estrecho a lo largo del mar, serpeando entre las selvas, que hierven de insectos y moscos.
Al regreso suspende el aliento la vista de la ciudad de rojos tejados, de blancos
palacios adosados a la selva inmensa, bajo el cielo azul, y limitados por el verde del mar. La soledad y la belleza nos embriagan. No resuena ningún
son; la música se ha cumplido en el ambiente y en las formas; su ritmo callado satisface el corazón; sólo quisiéramos que el instante no huyese, que
el mundo entero se quedase suspenso... Pero el auto corria y al fin llegamos un poco tristes al término.
Penetramos en la gran avenida de residencias modernas, y nos detuvimos otra vez
enfrente de la playa, en un hotel blanco de varios pisos, com terrazas y jardines y una gran explanada risueña. El amable funcionario que nos
acompañaba hizo servir tortas maravillosas de garbanzo y de peces y una freijoada de lujo, frijol negro con jamón y carnes diversas, el plato
nacional del pais. A medida que el hambre quedaba satisfecha nos ibamos dando cuenta de que estábamos en una especie de palacio de las hadas, porque
eso parecian las luminosas mujeres que comian en las mesas y passaban por los terrados.
Volvimos a la playa por la tarde.
Fuimos, esta vez, despacio, dispuestos a la contemplación, sedientos como el que ha
contraido un vicio que causa embriaguez. La limpia belleza de los elementos purifica y alegra el ánimo, reconforta como un goce sagrado. La cercanía
del paisaje provoca ese leve temor que precede a toda dicha profunda.
Sin recordar cosa alguna, sin pensar en nada entramos en el ambiente, nos permeamos en
él, nos inundamos en su deleite de armonias. Nos sentimos como los magos creadores de la luz. La Divinidad misma nos contagia de su obra. Parecia en
aquella ocasión que todo era de cristal. Y fingiamos que con sólo cerrar los ojos e contraer la voluntad, podiamos despedazar el ambiente para
volverlo a construir en el instante próximo...
Empezaban a bajar a la playa las gentes, desfilaron, con sus tentaciones fugaces,
mujeres hermosas semidesnudas; bañó los cuerpos el sol, después el agua los untó de sensualidad; estallaron risas y gritos. Temblamos como fragiles
criaturas, expuestas a todos los azares. Pero una especie de rebelión atormentaba nuestros pechos; hubiésemos querido escrutar el misterio, romper
el engaño del paisaje, rasgar el velo divino que tanto falso encanto recubre. Miramos de nuevo el mar con su azul, que detiene la mirada, y al
ocultarle el fondo la limita. El azul de arriba es más claro, y también más profundo y más noble; el anhelo lo penetra y goza la sensación del
espacio.
El nado es lento, el vuelo es rápido. Ya no somos del mar sino del cielo. Nos
dirigimos de la materia compacta, a la sustancia que se disgrega para ofrendarse y ensancharse. Somos el átomo supremo que se irisa para integrar
una conciencia, y esto equivale a trasmutar el punto en infinito. Por enfrente pasa el misterio del ave, que, según dicen biólogos contemporáneos,
es posterior al mamifero; pero mirad cómo es ciego su vuelo; no es un paso adelante.
Si el ave ha llegado al último, la evolución está contradicha. O se trata de un ser
que se desvió de la corriente porque ya no pudo superar al hombre, o se apresuró demasiado y no ha logrado su objeto. De todas maneras es un caso
fallido. La potencia se impacientó, tal vez, de la larga y estéril experiencia del hombre, y se echó a vencer la sola resistencia fisica, sin
cuidarse de superar el ingenio. Se adelantó sin tino, fabricó el ala, pero se quedó sin terminar una mente digna del vuelo. Siguió la corriente
fisica y descuidó el impulso trascendental; por eso el mirar de las aves es triste o simplesmente bestial.
El pensamiento es un ensayo más poderoso que el vuelo; supera el poder del ala. Aunque
esto último no sea mucha ventaja, el pensamiento cuenta también con otra aventura. Un dia escapará de esta vida para ir a insertarse en un organismo
menos torpe que el nuestro, y más afin del espiritu.
En la distancia las gaviotas suspenden a ratos su vuelo y se dejan venir como si se
cayesen al mar; luego ascienden, vuelven a bajar, ¿qué es lo que hacen? ¿Pugnan? ¿Ensayan sus facultades? ¿Perforan el agua en busca de algún
imponente misterio? No, es que han visto algún pez. ¡No saben mas que comer!
La Universidad Paulista
El regreso a San Paulo se hizo en automóvil. Al caer la tarde, dejando atrás el mar
azul y las islas, el rio que atraviesa la pradera, y subiendo cada vez, lamentando nos detenermos en unos paraderos o miradores que se han levantado
en los sitios donde la vista es mejor, y donde se sirven al viajero refrescos y comidas, subimos apresuradamente. A la orilla del camino quedan las
posadas revestidas de mosaico azul, con claras ventanas, terrazas deliciosas y habitaciones acogedoras. El lujo que aqui comienza a imponerse
volverá estos lugares tan gratos y hermosos como la costa cantábrica o el mediterráneo, pero con las ventajas naturales de esta belleza vasta y
total. Desde aqui se siente que Europa ya es provincia.
Da pena subir tan de prisa mientras se va quedando atrás semejante derroche de vistas
gloriosas. A cierta altura nos envuelven algunas nubes y se borra el paisaje. La carretera tuerce, faldeando montes, trepando cuestas. Obscurece
ráidamente. Circundamos uno que otro balcón que ciñe la cumbre de las montañas, y desde donde a media luz se descubre el abismo. En seguida la
carretera se ensancha y se prolonga en una llanura; hemos alcanzado la planicie, corremos unas dos horas, y por fin aparece el resplandor de las
luces de San Paulo.
Sin un atraso, a las nueve en punto, llegamos a las puertas de la Universidad;
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